Si usted, lector, conociese Boquete, estaría de acuerdo conmigo en que es el destino ideal para tener una
moto. Boquete es un pueblo chico donde “el centro” no tiene más de 10 cuadras
de extensión, y desde el cual se desprenden caminos de asfalto que entran a las
montañas, dan vueltas y vueltas y vuelven al centro. En esos caminos uno ve
casitas de colores, flores, cafetales, gente que va y viene de trabajar en las
plantaciones, gringos haciendo excursiones y demás vainas típicas de los
pueblos pequeños.
La
belleza de Boquete es simplemente impresionante. Desde los caminos se pueden
ver los valles que forman las grandes montañas repletas de vegetación, y los
ríos que vienen bajando rápido entre las piedras desde los bosques nubosos,
allá bien bien arriba donde las nubes hacen el amor con las montañas.
Siendo
testigo de semejante despliegue majestuoso de la naturaleza, lo primero que me
nació fue explorar. Contando con el aval de la Gerenta Directora Ejecutiva
(Nati), decidí alquilar una scooter para ir a recorrer los caminos de las
montañas. Yo al volante, Nati atrás, GoPro, mochila con mate y termo: todo
dispuesto para la exploración.
Así
fuimos, por todos los caminos que las 4 horas de alquiler nos permitían.
Días
de calma, economía y tranquilidad pasaron desde aquel idilio hombre-máquina,
pero algo en mi interior me hacia extrañar a mi nube voladora y quise repetir
la experiencia, siempre con el aval de la Dirigencia del Club.

Cuesta
arriba apareció una curva muy cerrada. MUY cerrada. No una curva cualquiera,
sino una curva tan cerrada como el candado que condenó a Houdini o como las
puertas de Alcatraz. Una curva tan, pero tan, pero tan cerrada como si Satanás mismo
la hubiese cerrado por duelo, con persiana y todo. Nati entrecerró sus ojos y
la enfrentó con fiereza.

Análisis
de daños: un raspón para cada uno, el mío en la rodilla y el de ella en el
tobillo. El de ella bastante más profundo, pero nada fatalmente grave. Cuando nos
incorporamos y levantamos la moto que estaba tendida como un cerdo desmayado,
pude ver la cara de Nati, que debo decir que fue lo que más me preocupó. Tenia
los ojos llenos de lágrimas como una nena que acaba de ver un monstruo debajo
de su cama. Pobre Nati, tenía sus ojos verdes llenos de lágrimas de inocencia,
miedo, y una calentura femenina que me hacían dudar si tenía que acercarme o no
al volcán a punto de estallar. Un par de mimos y el volcán se apaciguó (un poco).
Ahí nomas, nada de quedarnos a llorisquear: arriba de la moto otra vez, esta
vuelta yo al volante, y derecho a la salita para que vean ese tobillito
maltratado.
Quien
dice que no hay mal que por bien no venga es un pesimista. Las siguientes
semanas nos dedicamos a curar ese tobillito en pena. Mucha agua oxigenada,
gasas, mimos, películas, series, cerveza y comida.
A
fin de cuentas, si hay que quedarse un tiempo haciendo vida sedentaria, qué
mejor que hacerlo en un lugar tan hermoso como Boquete?
Juanma.-
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