martes, 4 de marzo de 2014

Accidente en scooter



Si usted, lector, conociese Boquete, estaría de acuerdo conmigo en que es el destino ideal para tener una moto. Boquete es un pueblo chico donde “el centro” no tiene más de 10 cuadras de extensión, y desde el cual se desprenden caminos de asfalto que entran a las montañas, dan vueltas y vueltas y vuelven al centro. En esos caminos uno ve casitas de colores, flores, cafetales, gente que va y viene de trabajar en las plantaciones, gringos haciendo excursiones y demás vainas típicas de los pueblos pequeños.
La belleza de Boquete es simplemente impresionante. Desde los caminos se pueden ver los valles que forman las grandes montañas repletas de vegetación, y los ríos que vienen bajando rápido entre las piedras desde los bosques nubosos, allá bien bien arriba donde las nubes hacen el amor con las montañas.
Siendo testigo de semejante despliegue majestuoso de la naturaleza, lo primero que me nació fue explorar. Contando con el aval de la Gerenta Directora Ejecutiva (Nati), decidí alquilar una scooter para ir a recorrer los caminos de las montañas. Yo al volante, Nati atrás, GoPro, mochila con mate y termo: todo dispuesto para la exploración.
Hacia muchos años que yo no manejaba una moto y como llevaba algo tan preciado y valioso a nivel sentimental como lo es mi hermosa, sensual y siempre compañera cámara GoPro, decidí arrancar despacito para agarrar ritmo de a poco.

 Ya a los pocos metros, la máquina y yo nos fundimos en uno solo. Mis brazos no terminaban en mis dedos, sino en las ruedas que pisaban firme la ruta boquetense. El tanque de combustible era mi estómago y el motor mi corazón. El corcel rugía salvajemente ante cada pedido de mi mano derecha y se balanceaba surfeando el asfalto con gracia y estilo. La lluvia fina golpeaba dulcemente mis lentes de sol como los dedos de un pianista de jazz golpean las teclas de marfil. Arte, precisión, belleza. Se respiraba el aire de las montañas con su olor a nube, café y libertad. En subida el motor sudaba esfuerzo y orgullo, y en bajada atravesaba el paisaje como una estrella fugaz, tocándole bocina a los niños y coqueteando con los perros que nos perseguían para ladrarle a las ruedas.
Así fuimos, por todos los caminos que las 4 horas de alquiler nos permitían.

Días de calma, economía y tranquilidad pasaron desde aquel idilio hombre-máquina, pero algo en mi interior me hacia extrañar a mi nube voladora y quise repetir la experiencia, siempre con el aval de la Dirigencia del Club.



Alquilamos otra Scooter, menos agraciada que la anterior. Si la anterior era Scarlett Johansson, esta era Graciela Fernandez Meijide. Igual se portaba la viejita. Arrancamos por un camino nuevo que empezaba con una larga subida. Como yo había manejado toda la vez anterior, no quise monopolizar el volante y pensé en compartir las hermosas sensaciones del manejar con Nati. Ella, temerosa, pasó al volante. No se vislumbraba la unión hombre-máquina del otro día, sino era más bien como si ella estuviese montada a un triceratops sosteniéndolo por los cuernos. Luego de una breve explicación teórica, Fernandez Meijide comenzó a moverse hacia delante con la gracia de un cerdo rengo, tosiendo humo y flema por el caño de escape. Yo, que iba sentado atrás registrando el acontecimiento con la GoPro, pude sentir cómo, a medida que andábamos, Nati se iba relajando y comenzaba a aflojar su cara de miedo. Su hermosa sonrisa apareció e innundó el paisaje con la fuerza de mil soles. Ella se había relajado y la comunión mujer-máquina empezaba a aflorar como un tímido pimpollo que sobrevivió al invierno. Todo iba bien y el día era maravilloso como en un cuento, casi sobrenatural… Y de repente, el desastre.

Cuesta arriba apareció una curva muy cerrada. MUY cerrada. No una curva cualquiera, sino una curva tan cerrada como el candado que condenó a Houdini o como las puertas de Alcatraz. Una curva tan, pero tan, pero tan cerrada como si Satanás mismo la hubiese cerrado por duelo, con persiana y todo. Nati entrecerró sus ojos y la enfrentó con fiereza.

Allá, por 1996 luego de un partido de fútbol entre Argentina y Ecuador en la altura de Quito, Daniel Alberto Passarella  (por entonces técnico de la Selección Argentina) inmortalizó la frase “la pelota no dobla”. Yo no sé precisamente a qué altura habremos estado nosotros cuando enfrentamos la Curva del   Y Nati no dobló. Atacamos al paisaje como un kamikaze de la 2da Guerra Mundial, sin contemplaciones, al grito de “ay ay ay ay…”.
Diablo, pero pareciese ser que las leyes físicas que se aplican a los balones también se aplican a las novias hermosas como la mía.

Análisis de daños: un raspón para cada uno, el mío en la rodilla y el de ella en el tobillo. El de ella bastante más profundo, pero nada fatalmente grave. Cuando nos incorporamos y levantamos la moto que estaba tendida como un cerdo desmayado, pude ver la cara de Nati, que debo decir que fue lo que más me preocupó. Tenia los ojos llenos de lágrimas como una nena que acaba de ver un monstruo debajo de su cama. Pobre Nati, tenía sus ojos verdes llenos de lágrimas de inocencia, miedo, y una calentura femenina que me hacían dudar si tenía que acercarme o no al volcán a punto de estallar. Un par de mimos y el volcán se apaciguó (un poco). Ahí nomas, nada de quedarnos a llorisquear: arriba de la moto otra vez, esta vuelta yo al volante, y derecho a la salita para que vean ese tobillito maltratado.


Quien dice que no hay mal que por bien no venga es un pesimista. Las siguientes semanas nos dedicamos a curar ese tobillito en pena. Mucha agua oxigenada, gasas, mimos, películas, series, cerveza y comida.

A fin de cuentas, si hay que quedarse un tiempo haciendo vida sedentaria, qué mejor que hacerlo en un lugar tan hermoso como Boquete?



Juanma.-



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